jueves, 22 de julio de 2004

Matrimonios verdaderos

Los jerifaltes de la Iglesia Católica en España están muy preocupados ante la inminente posibilidad de que los homosexuales puedan contraer matrimonio. El Comité Ejecutivo del la Conferencia Episcopal Española ha publicado una nota titulada En favor del verdadero matrimonio en la que pretende argumentar en contra de esta posibilidad. La habitual incapacidad de estos individuos para eso de argumentar se manifiesta aquí en toda su grandeza y no merece a estas alturas muchos comentarios. La supuesta cadena de razonamientos que supuestamente conduce a la supuesta conclusión es en realidad un despropósito en el que el matrimonio civil aparece no como una institución que la sociedad se da libremente a sí misma sino como algo intrínseco a la especie humana (el "verdadero matrimonio", independiente por tanto de normas legales y voluntades) y se presentan objeciones contra los matrimonios homosexuales que también serían válidas contra muchos "verdaderos matrimonios" (como la incapacidad de procrear).

Lo interesante es, entonces, encontrar en el documento una frase con la que estoy casi de acuerdo:

Se dice que ésta sería la única forma de evitar que no pudieran disfrutar de ciertos derechos que les corresponden en cuanto ciudadanos. En realidad, lo justo es que acudan al derecho común para obtener la tutela de situaciones jurídicas de interés recíproco.

Desde luego que sí. Sólo que lo mismo se podría decir, con la misma justicia, de todos los matrimonios. Dándole la vuelta, no parece justo que las parejas (homosexuales o heterosexuales) dispongan de un derecho particular que tutele su situación jurídica de interés recíproco.

Vamos a ver, el matrimonio civil es fundamentalmente un modo de regular la convivencia, especialmente (aunque no únicamente) sus aspectos económicos. Esta regulación otorga ciertos derechos como percibir pensiones de compensación, manutención o viudedad, declarar las rentas conjuntamente y otros. También comporta obligaciones como no abandonar el hogar y las derivadas de los derechos que asisten a la otra parte. La cuestión es por qué la convivencia entre dos personas de distinto sexo puede ser objeto de una regulación tan radicalmente distinta de otras formas de convivencia. A mí no se me ocurre ningún motivo y los que expone la Conferencia Episcopal en su nota no me parecen válidos (como digo más arriba no me voy a detener a comentar con más profundidad la debilidad de sus argumentos, es tan evidente que no creo que merezca la pena).

Por supuesto que las parejas homosexuales deberían poder atenerse al mismo tipo de regulación que las heterosexuales. Pero ¿por qué sólo parejas? Existen familias polígamas, matrimonios que conviven con otros parientes, personas que, unidas por lazos de parentesco o amistad, deciden vivir juntas... una multiplicidad de situaciones en las que dos o más personas comparten los beneficios y las cargas de la convivencia. No puedo dejar de ver una gran injusticia en el hecho de que sólamente las parejas puedan disfrutar de ese régimen especial que se aplica a los matrimonios.

Ante esta situación injusta sólo se me ocurre una solución. Si la convivencia ha de ser regulada (que esa es otra cuestión digna de ser examinada con detenimiento, aunque no lo haré aquí), debería serlo en un marco legal más amplio en el cual los derechos y obligaciones asociados a la convivencia no dependan del número y sexo de los implicados, de si mantienen o no relaciones sexuales entre ellos o de las expectativas que cada quién tenga puestas en esa convivencia.

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